jueves, 25 de septiembre de 2008

Parque Nacional Península de Paria, Estado Sucre

Agosto 2007


Participantes: Edilia C. de Borges, Rosana Langerano, Thamara Gutiérrez y Marta Matos

Una de las cosas que hacemos cada vez que vamos de excursión, por cualquier región de esta bella Venezuela, además de tomar fotografías, adquirir experiencias y disfrutar nuestras vivencias, es recolectar de los lugareños todos los datos posibles referentes a futuras excursiones, por los lares que ellos mismos nos señalan o que nos llamen la atención, que luego pondremos en nuestra agenda para ponerle fecha de visita.
Esta vez, nos fuimos al estado Sucre. Nuestra meta específica era atravesar caminando por terrenos de parque nacional, la península de Paria de norte a sur. Salimos de Caracas en horas nocturnas en autobús público y sin pena ni gloria, y muy temprano en la mañana arribamos a la población de Irapa, donde ya nos esperaba la camioneta con quien sería nuestro guía.


Primero queríamos conocer el pueblo, no es muy grande y su espina dorsal la constituye el mercado frente a la playa. Es un pueblo de pescadores por ende su actividad comercial es la pesca artesanal, así que hacia allá fuimos, es un sitio feo, no puedo decir que ni siquiera pintoresco (Ojo, es una apreciación personal). Cuatro palos, un techo de palmas secas y un mugriento mostrador debajo de éste, es un tarantín (hay varios iguales) sirve para vender la pesca recién extraída del mar.
En la arena los hombres sueltan sus redes hinchadas de pescado, los seleccionan y de inmediato lo “destripan” por consiguiente hay una nube de moscas pululando, además de una “cuadrilla” de zamuros revoloteando por todas partes y se lanzan en picada sobre las piltrafas. Un río sanguinolento se escurre por la arena. Hay un hedor incómodo en el aire. Queríamos beber café y desayunar pero ante éste escenario, las ganas se extinguieron de raíz. Caminé hacia el mar donde los “zopilotes” dejaban un área libre, y ví que hasta el agua era fea, tenía color chocolate, aguas turbias que rompían en la orilla con espumas amarillentas.


Nos alejamos de ese sitio y encontramos el balneario, algunas solitarias palmeras tratan de alegrar el lugar, cerca unas instalaciones de cemento en forma de concha marina protegen la imagen de la patrona del pueblo. En contraste al visitar la única iglesia, quedamos gratamente impresionadas. Es bella una visión refrescante. Sus puertas de madera tallada es todo un arte, tomamos fotografías y decidimos marcharnos.
Estamos ahora en el Caserío Las Melenas, una sola calle principal encementada que rápidamente se transformaba en tierra apisonada con muchos huecos y grietas, baches profundos donde la camioneta serpenteaba para eludirlos. Luego de una “sacudidera” de más o menos 30 minutos, el camino termina en una colina suave y allí sobre ésta, se encuentra una sólida y blanca casa que data de 1952 donde nos hospedaremos. Niños se acercan curiosos. Es grata nuestra primera impresión alrededor hay hierba muy corta limpia, todo muy cuidado. El amplio y espacioso porche nos invita a colgar en él un chinchorro o a sentarse en una vieja mecedora en contemplación del entorno. Por un costado a lo lejos se divisa el mar, por otro las montañas.Adentro reina el orden y la limpieza es tangible, no hay lujos pero si comodidad. Arreglamos nuestras cosas, comimos y descansamos un rato. Luego hicimos una caminata corta de reconocimiento por los alrededores. En la noche después de la cena y de contemplar aquél cielo cuajado de estrellas, oyendo croar de ranas, con un millar de insectos pegados a las luces nos dispusimos dormir. Al apagar nuestras linternas, aquello era de una negrura palpable, no veía ni mi mano. El cielo escondió sus lucecitas y un “sustillo de miedo” se instaló en mi estómago. Agradecí en silencio, que una de mis compañeras desistiera de dormir en la habitación, arrastrase su colchón y lo pusiera al lado de mi chinchorro. Ahora tenía compañía, afortunadamente me dormí en seguida con un profundo sueño. Canto del gallo y piar de pájaros nos despertaron temprano, toda la noche llovió y una gotera indiscreta todavía caía del techo. Nuestro guía y anfitrión tomó la dirección de la cocina (y yo enojada) y ha preparado unas enormes y planas arepas de maíz. Eso, más el delicioso café que nos envió en un termo una señora del caserío y las delicias que nosotras llevamos, convirtieron el desayuno en un opíparo banquete. Y lo mejor fue que no me tocó lavar los platos.Alistadas con todo lo necesario comenzamos nuestra caminata. Un senderito angosto se adentra en al selva nublada, el sol casi no calentaba. Detrás de nuestro guía, poco a poco caminamos en perceptible ascensión. La variedad de flora es impresionante. Edgard nuestro guía, nos señala con nombre y característica cada planta. Este hombre sencillo, gentil y amable tiene 16 años en éste sitio, es autodidacta, maneja y supervisa la zona, la conoce palmo a palmo de tanto recorrerla. Nos dice que la Península de Paria tiene una extensión de 37.500 hectáreas, que su mayor altitud es el Cerro El Humo con 1.350 m.s.n.m..
Nos señala la bromelia “Guzmania Linguilata” y acota que de ésta área es el retoño que se sembró por primera vez en el Jardín Botánico de Caracas, Plumaje Planacea, Guzmania Membranacea. Vrieseas. El colibrí Tijereta, el Fanfan gargalinblanco, la Candelita de Paria, la Pipiola Formosa. Cada recodo del camino, cada árbol, un minúsculo insecto, una libélula. Nada se escapa de su vigilante mirada. Él pisa primero y nosotras seguimos sus huellas.La selva virgen es hermosa, misteriosa y atrayente. Hipnotizada contemplo tanta bellezura y conmigo mis amigas. Sin embargo el hechizo de repente es roto por ráfagas de fuerte viento. Las copas de los árboles se mecen con violencia, el bosque queda silencioso, sólo oíamos el susurrar fuerte del aire entre las ramas. El área de por si brumosa y fresca , se torna fría y oscura, rayos intermitentes cruzaban el espacio seguidos de estruendosos y asustadores truenos. Mi corazón palpita con fuerza y me sorprende ver la expresión ansiosa en los rostros de mis compañeras, que debe ser la mía también. Ya llevábamos varias horas con un buen trecho recorrido en la montaña. Sin embargo Edgard hace valer su experiencia, prudencia y responsabilidad. decide que no seguiremos adelante, debemos regresar de inmediato. Eso hacemos y mientras desandamos el camino, gruesas y heladas gotas de agua comienzan a caer sobre nosotras convirtiéndose en una fuerte y pertinaz lluvia. Se dificulta la visión con la bruma que exhala el suelo. Sorteando obstáculos, empapadas y sucias llegamos de nuevo, al fin a la seguridad de la casa. Supimos luego que una onda tropical con visos de huracán recorría el noreste del país, estábamos en su ruta. Sabia decisión de nuestro guía el devolvernos.Lo que restó de la tarde nos sumó en un silencio contemplativo de la fuerza de la naturaleza. Al día siguiente hubimos de esperar un buen rato para poder pasar hacia el poblado. La carretera se había hundido por algunos sitios y por otros la habían cubierto sendos derrumbes. Los lugareños casi todos son familia, como uno sólo se unieron y entre todos despejaron la vía. Ya teníamos paso. De regreso bajando la cuesta pude observar rutilante el Golfo de Cariaco y una gran línea costera con el brillante mar de fondo. Pensaba: “ habrá que volver a terminar lo comenzado. Sí, regresaremos pronto y atravesaremos caminando la Península ya dejamos instaladas las bases para ello. Pronto.”

Edilia C. de Borges

Fotografías: Rosana Langerano

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